LIMA: LA CIUDAD DE LOS INVISIBLES
Texto y foto: Albino Ruiz Lazo (*)
Con pasos fantasmales, los ojos fijos sobre la tierra deslizándose bajos sus pies, ellos empiezan a descender desde la cumbre de los cerros que bordean la ciudad de Lima, atravesando la densa bruma de la madrugada que difumina siluetas y distancias, para llegar a un punto donde subir a uno de las millares de moto taxis que raudos los llevan kilómetros más abajo, hasta un paradero de los buses que atraviesan la ciudad, diseminando a los invisibles habitantes de la periferia, en barrios bien constituidos donde se ganan la vida en desconocidos oficios.
En el curso de mi investigación sobre el surgimiento de un nuevo tipo de consumidor, los encuentro, inventando modos de tener trabajo propio en ingeniosos servicios, microscópicas industrias o comercios paralegítimos que expenden por igual lo legítimo y lo pirata. Los más afortunados, un empleo temporal o convertirse en proveedores sin nombre del comercio global, que les permite conseguir una tarjeta de crédito para consumo en los supermercados de capital internacional y bancario, que han empezado a florecer en la periferia de la ciudad de Lima, al descubrir hace poco, la excelente oportunidad de hacer negocios vendiéndoles los millones de kilos de alimentos que diariamente se consume en una ciudad de 8 millones de habitantes, donde dos tercios de su población habita la periferia pobre.
Los millones de migrantes llegados del interior del país, que se han volcado en décadas recientes sobre la periferia de las ciudades, en su huida de una pobreza mayor a la de las precarias viviendas en las alturas de las grandes ciudades del Perú, sin agua potable, desagüe ni vías de acceso, constituyen la inmensa masa de pobladores periurbanos que viene gastando con especial tenacidad, todo el dinero que les es posible, primero en largos, enredados, costosos trámites y luego en obras de habilitación urbana para conectarse a las redes de agua y desagüe porque al conseguirlo, recién empieza a cambiar su vida. La vivienda adquiere la condición urbana y ellos pasan de invisibles habitantes al margen de la ciudad, a la condición de consumidores calificados para acceder a nuevos servicios y crédito. Aún en los inicios del siglo XXI, ellos no sabían decir si eran de origen campesino o indígena. Campesinos e indígenas han sido socialmente lo último del Perú, por la persistencia de un rancio racismo no declarado, excluyéndolos de la condición de ciudadanos.
Esta es la ruta que seguido el esplendor de Lima donde hoy, una reciente fuente de agua lanzando bramitantes chorros a las alturas es un espectáculo masivo pagado; los antiguos barrios han empezado a crecer horizontalmente y la principal aspiración de la población es que todos tengan oportunidades por igual. Llegué a Lima en mi infancia, como inmigrante de un minúsculo pueblo en los Andes, he sentido los cambios en ella, tras largas ausencias, ninguno como los que se experimenta en los últimos años en los que parece surgir desde la vastedad de los invisibles migrantes de ayer, las formas de un nuevo grupo social, como el cuerpo creciente de un gigantesco ser, mudando de piel en plena metamorfosis, a los que las sofisticaciones del marketing han dado en llamar los emergentes. Aquellos que han conseguido transformar barrios de miseria, construyendo su propia versión de modernidad. Impetuosos, desafiantes, hedonistas, les importa muy poco la política, ya no tienen pasos los inciertos pasos al bajar desde rijosas alturas, tampoco creen en el Estado de derecho ni le piden nada al gobierno, pero no encuentran aún la ruta para vencer la sensación de vació que les produce el desencuentro con el feroz racismo de una ciudad que sigue sintiéndose el dominio de la “cholostocracia”– los cholos con pretensión de aristócratas- que cuando no los ignora, los reconoce apenas como vulgares consumidores sin parte en su esplendor. Qué importa, mas tarde o mas temprano la tenacidad de los invisibles transformará todo.
(*) Periodista peruano
radicado en Brasil